–¿Has probado a ponerte en la piel del otro?

–No. ¿Por qué debería ponerme en la piel de nadie?

–Pues porque entonces quizá entenderías mucho mejor su punto de vista y eso acercaría vuestras posiciones en lugar de alejaros. A fin de cuentas, en una negociación lo importante es que todo el mundo gane algo y se pueda explicar, no que todas las partes cedan algo y se sientan mal por lo que han cedido o dejado de ganar.

–Tenemos intereses diferentes. No veo por qué tengo que ser yo quien cambie mi manera de pensar.

–Ya, pero yo no hablo de los intereses y sus diferencias, por legítimas que sean. Ni tampoco de que cambies tu manera de pensar. Hablo de otra cosa. Hablo de ponerse en la piel del otro para sentir lo que siente esa persona y, al entenderla mejor, facilitar el acuerdo estable...

Conexión entre individuos

¿Qué significa ponerse en la piel del otro? ¿Sentir lo mismo que siente el otro? ¿Pensar como el otro al mismo tiempo? Pero... ¿cómo lo hacemos? Y, sobre todo, ¿por qué lo hacemos? ¿No somos individuos, seres humanos pluricelulares pero individualmente completos y separados del “otro”? ¿Por qué nos ponemos en el lugar del otro cuando queremos, y cuando no queremos, no? ¿Filosofía o Neurociencias?

Podemos llevar este pensamiento al escenario que queramos:

  • ¿Por qué llora un bebé si oye o ve llorar a otro bebé? No es exactamente “solidaridad”. Tampoco miedo. ¿O sí?
  • ¿Por qué “nos duele” –con dolor propio– una escena dolorosa que vemos en la televisión? ¿Por qué nos metemos en la piel –otra vez la piel– de un personaje que sabemos que es de ficción o histórico, pero muy alejado de nosotros mismos, cuando leemos un libro o vemos una peli?
  • ¿Por qué cuando vemos que una persona le proporciona una caricia a otra, sea una mamá a su bebé, sean dos adultos entre sí, podemos sentirla?
  • ¿Por qué nos entra sed o ganas de coger una bebida si vemos que alguien la bebe en un anuncio o en una situación real?

Si es una especie de “empatía emocional”, ¿de dónde sale?

El circuito neuronal que nos conecta

Somos individuos, cierto. Pensamos y sentimos individualmente, pero, a la vez, estamos conectados unos con otros, y no precisamente desde la aparición de Facebook y las redes sociales, aunque a alguien se lo parezca.

Lo que nos permite estar conectados con los demás salvaguardando nuestra individualidad es la interacción dinámica entre señales de circuitos frontales inhibitorios, un tipo de neuronas especiales (tanto frontales como parietales) y señales nulas de nuestros receptores en la piel y articulaciones. Acabamos de referirnos a las neuronas espejo.

En los años 90, el grupo de neurobiología de Giacomo Rizzolatti, en Parma, Italia, en un experimento con monos a los que se monitorizaban determinados parámetros cerebrales, observaron que ciertas áreas se activaban cuando cogían un cacahuete que se les ofrecía o cuando veían que otro individuo cogía cacahuetes y los comía. Rizzolatti describió que un grupo de neuronas en el área F5 de la corteza prefrontal y en el lóbulo parietal inferior se encargan de procesar el objetivo de una acción y de descodificar todo lo relacionado con la acción motora vinculada a aquella acción. Las llamaron neuronas espejo.

Lo más fascinante fue que no era necesario que los monos vieran a sus congéneres comiendo cacahuetes, era suficiente con que lo imaginaran o lo dedujeran en base a algo, por ejemplo, escuchar el sonido que hace la cáscara cuando se parte. Este chasquido era suficiente para inducir a otro mono a “pensar” que su compañero comía cacahuetes.

En 2004 y 2006 publicaron los trabajos en que describían la existencia de estas neuronas en el área del cerebro humano relacionada con el lenguaje.

Para Rizzolatti, eso significó sobrepasar un hito: “El cerebro que actúa es un cerebro que comprende”.

¿Cómo funcionan las neuronas espejo?

A partir de esta observación podemos desarrollar lo que al final será un algoritmo funcional en las neuronas espejo. Estas se activan:

  1. Al ejecutar una acción.
  2. Al ver que se ejecuta una acción.
  3. Al creer que se ejecuta la acción.

Vayamos a lo práctico. ¿Qué consecuencias tiene todo esto?

  • El bebé tiene el instinto innato de imitar los movimientos de adultos o de otros niños a su alrededor, ¿no? Pues no. No, no... de instinto innato nada: después de nacer se activan este grupo de neuronas que perciben el movimiento de los demás, lo analizan y ordenan imitarlo, constituyendo la base del aprendizaje. El bebé cree que el aprendizaje le será útil (y no se equivoca).
  • Imito para aprender o, también, para sentir o para interpretar: Veo bostezar, bostezo. Veo reír, río. Veo llorar, lloro. Empatizo. Las neuronas espejo me permiten empatizar con los demás.
  • Son las neuronas de la “planificación”. No solo permiten planear una acción ordenando su imitación o realización, también lo consiguen simulando que se hace.
  • Permiten “comprender” lo que los otros piensan –no solo en el ámbito motor, sino también en el de la intencionalidad–, suponer qué es lo que van a hacer. Permiten “especular” sobre las acciones e intenciones de los demás. Permiten anticiparnos a su “movimiento” antes de que se produzca (y no estamos hablando solo de ajedrez).

Las neuronas espejo nos permiten “comprender” lo que otros piensan o sienten. También nos permiten “especular” sobre las acciones e intenciones de los demás.

Al otro lado del espejo

Lo mencionamos al inicio: si alguien me acaricia la mano, una neurona en el córtex somatosensorial del cerebro se activa.

Se puede complicar más: en algunos casos, esta misma neurona se activará cuando simplemente vea que acarician a otra persona. La mayoría de ellas se activarán cuando me acaricien en diferentes zonas. Diferentes neuronas para diferentes zonas. Pero un subconjunto de ellas se activará cuando vea que acarician a alguien.

La pregunta que surge es: si empatizo lo suficiente simplemente viendo que acarician a otra persona, ¿por qué no me confundo y siento literalmente que me acarician a mí al ver que acarician a alguien?

Hay una explicación: tenemos un sistema nervioso periférico con terminales nerviosos en la piel, receptores del dolor y el tacto, que envían información al sistema nervioso central, al cerebro, diciéndole algo así como: “Tú tranquilo, que en realidad no te están acariciando a ti. Puedes empatizar con la otra persona, pero no te vayas a confundir; no te están acariciando de verdad”.

Hay una señal de retroalimentación que veta la señal de la neurona espejo evitando que se sienta conscientemente esa caricia. Ahora bien, si he perdido el brazo o me lo anestesian, cuando vea las caricias, las sentiré. Ricemos el rizo: si ese mismo individuo siente dolor y ve a alguien que coge de la mano a otra persona y la aprieta o masajea sus dedos, esa visión le aliviará el dolor de su brazo o mano fantasma. Lo hace una neurona que parece que obtenga alivio al ver que alguien está recibiendo un masaje gratificante.

¿Qué hacemos con esta conexión?

Es fascinante: se ha derribado el muro o la frontera de la piel o se ha conectado completamente con otro ser humano diferente del individuo “yo”. Puede parecer una metáfora, pero si lo que separa a dos personas es la piel y somos capaces de quitárnosla... experimentaremos aquella caricia en la mente. Ya no hay separación entre el “yo” y los “demás” (o algunos “demás”, probablemente un número muy restringido, uno, dos..., aunque “practicando” el número crece).

El “yo” independiente no existe si no es vinculado a otros. Parece la base de una filosofía oriental o un nuevo Facebook, y resulta que es neurobiología... ¿Queremos llamarle fusión de dos conciencias? Digámoslo así: la fusión (parcial) de dos cerebros no es filosofía, sino neurociencia, y está al alcance de todos y desde siempre. Ahora que ya lo sabemos, más nos vale que aprendamos pronto a vivir con ello y a aplicarlo.

Podemos encargar a la escuela que lo incorpore a sus desfasados métodos y recorridos curriculares, pero, como ocurre en otros muchos temas, hay cosas que no deberíamos delegar ni en la escuela, ni en los jueces, ni menos aún en el Estado (o a la Administración). Quizá deberíamos empezar, más que a explicarlo, a experimentarlo en las escuelas, pero sobre todo en casa, nuestro desaprovechado laboratorio de neurociencia, no para hacer experimentos, sino para vivir la vida.

Ya hay quien lo llama neuroeducación. Más que un nuevo modelo pedagógico se trata de hacer entrar la neurociencia en un espacio donde, hasta ahora, pedagogos y psicólogos poseían la verdad. Pero ¿quién formará a los formadores para que no deformen? Me imagino, con temor, que el reciclado maestro obligue a los niños a “abrir la app de la tablet” para que todos aprendan (a la voz de “¡Arr!”) el concepto de neuronas espejo, y les suelte un inmenso rollazo inaguantable, cuando bastaba con acompañar y compartir (conocimiento, empatía, amor) y, sobre todo, aprovechar que podemos “fusionar cerebros” en todos los ámbitos de la vida, aunque sea de vez en cuando, si queremos.