La depresión es para muchas personas un tabú. A menudo se esconde que se está sufriendo o que se ha padecido, como si fuera algo vergonzoso que hay que olvidar cuanto antes. Pero hay muchas lecciones vitales que se aprenden en una experiencia como la que voy a contar en primera persona.

Enfrentarse solo a los problemas

Los motivos concretos que desembocaron en mi depresión no son relevantes para este artículo. Basta decir que confluyeron una separación, la ruina económica y el sentimiento de traición por parte de amigos cercanos.

Era lo que los médicos denominan depresión exógena –causada por acontecimientos exteriores– y en un primer momento no quise someterme a terapia alguna. Atribuía mi bajo estado de ánimo al vendaval de consecuencias negativas que estaba cosechando por haber tomado muchas decisiones equivocadas.

Consciente de mis errores, en breve podría reconstruir mi vida de manera mucho más sólida. Se trataba de aguantar hasta que pasara la tormenta emocional.

La soledad amplifica la depresión

Pero una cosa es la teoría y otra la práctica. Esta situación adversa –una compañera la describió muy atinadamente como “un sumatorio de calamidades”– era amplificada por mi repentina soledad, ya que además de estar sin pareja, mucha gente se había alejado de mí por temor a que les pidiera un préstamo o que les agobiara con mis problemas.

Hay que tener una naturaleza muy fuerte y compasiva para acompañar a alguien que pasa por un proceso depresivo, ya que las conversaciones negativas tienden a repetirse y nada de lo que digas o hagas parece útil para ayudar al otro, más allá de sentirse escuchado.

El hecho de que, como escritor y freelance del periodismo, trabajara en casa supuso una dificultad añadida para salir del pozo. Me pasaba el día lamiéndome las heridas, sin motivación alguna de salir porque estaba decepcionado con el mundo y, si me sinceraba con alguien, no me sentía comprendido.

Esto hizo que la tormenta, en lugar de amainar, se intensificara. Pronto perdí el hambre –llegué a bajar seis kilos en una semana– y no lograba dormir más de tres horas, ya que la centrifugadora de ideas negativas se activaba de nuevo tras ese lapso de tiempo.

La importancia de la ayuda externa

Al comprender que por mí mismo no saldría de aquella, busqué terapeutas que me pudieran acompañar en el proceso. Y hablo en plural porque fueron varios.

De hecho, siguiendo el consejo de compañeros de profesión, llegué a tener hasta tres a la vez: una psicóloga de corte humanista, una terapeuta de EMDR para ayudarme a dormir y un médico amigo que me prescribió un poco de medicación durante unos meses, ya que en sus palabras: “Para salir
de donde estás ahora, tienes que tomar una serie de decisiones que requerirán de ti que estés mejor de como estás ahora”.

Todos ayudaron a su manera y finalmente llegué a una especie de apatía que me permitía hacer vida normal, lo cual no significaba que hubiera recuperado la ilusión de vivir.

Los límites de la terapia

En mi caso, cuando salía de la consulta de la terapeuta humanista, que fue con quien estuve más tiempo, me sentía empoderado para darle un vuelco a mi existencia, pero al cabo de 24 horas mi estado de ánimo volvía a decaer.

Todo terapeuta realiza su trabajo lo mejor que puede. Su acción es inspiradora pero puntual, y jamás puede ni debe confundirse con el calor de un verdadero amigo.

Cuando el bajón era muy acusado, no tenía la opción de pedir una visita urgente. Al ser una terapeuta muy conocida –reflejé nuestras conversaciones en la fábula La lección secreta–, tenía la agenda llena a tres semanas vista, incluso para realizar un skype. Como mucho podía aspirar a hablar un par de minutos por teléfono.

En un caso así, saber que deberás aguardar tanto para tratar lo que te angustia es como, para quien está muerto de sed, saber que hay un oasis a quince días de camino.

La amistad, aliada contra la depresión

Afortunadamente, conté con fuentes más sutiles pero constantes que me refrescaron de forma diaria en la travesía. Se trataba de dos amigos que me dieron aliento hasta que recuperé la marcha normal en mi vida.

Hay que apostar por una realidad llena de personas que no tengan miedo a la delicadeza.

Uno de ellos era un doctor en Biología que vivía en Chile, donde había sido contratado como profesor universitario. Al conocer mi estado, empezó a llamarme cada noche a la misma hora para que le contara los avances del día y mis preocupaciones. A su vez, él me contaba anécdotas que me hacían reír.

Durante más de tres meses, yo esperaba cada noche aquella hora en la que, a través de este ángel guardián, retomaba el hilo de la humanidad, pese a los más de 10.000 kilómetros que nos separaban.

El otro ángel guardián era una amiga reciente, y compañera de trabajo, que empezó a acudir cada lunes por la mañana a mi casa a tomar el té. Nunca tenía prisa y hablábamos de libros, vivencias y proyectos. Una mañana vimos juntos incluso una película que duraba casi tres horas. Además de eso, cada tarde me escribía un whatsapp para asegurarse de que yo seguía aquí.

Con la perspectiva del tiempo, he entendido que estos dos amigos fueron mis principales aliados para escapar del infierno que yo mismo me había construido.

La ayuda interna: querer cambiar y proponerse hacerlo

Además de este valioso apoyo externo, pronto me di cuenta de que la verdadera transformación no tendría lugar a no ser que yo hiciera algo por mí mismo.

Antes de caer en la depresión, había estado trabajando ya un par de años con terapias artísticas. No solo como sherpa literario –ayudando a nuevos autores a alcanzar la cima de su primer libro–, sino también a través de un método que bauticé como “Piano Satori” y que permite a cualquier persona tocar el piano a dos manos desde el primer día.

Los resultados habían sido sorprendentes. No solo por la rápida progresión de los que se creían “negados” para la música, sino por la autoestima que ganaban al lograr algo que habían considerado imposible, además de despertar una sensibilidad dormida.

Quien necesitaba ahora despertar era yo, así que, aplicándome mi propia medicina, me asigné una misión: componer una pieza de piano al mes durante un año, en un proyecto denominado The 12 Autumns que hoy puede escucharse en Spotify o Youtube.

Además de colaborar con un músico diferente cada mes, lo cual me procuraba compañía, aquello era una radiografía de mi alma. A través de las canciones podía percibir mi evolución, como le sucede a cualquier persona que escriba, pinte o realice otra actividad artística que refleje su interior.

Volver al mundo: compartir la sabiduría adquirida

Completada mi travesía del desierto, llegó el momento en el que me sentí a punto para regresar al mundo como alguien diferente. Había sufrido y había aprendido. Ahora podía empatizar mucho más con el dolor de los demás, comprender sus procesos desde la experiencia.

Mi ángel de Chile me propuso entonces un nuevo desafío: tras muchos meses de vida monástica, me lanzó el reto de salir cinco días seguidos, de lunes a viernes, con cinco personas que aportaran algo nuevo y diferente a mi vida. Así lo hice, y la segunda cita, la de aquel martes, se convirtió en quien es mi pareja desde hace ya dos años y medio.

Nunca más me he sentido solo. Tampoco cuando estoy a solas conmigo mismo.