Nuestra vivencia de lo temporal comporta tres niveles de apreciación: el tiempo cronológico marcado por el reloj y el calendario; el tiempo biológico condicionado en gran medida por la genética; y el tiempo psicológico, es decir, cómo sentimos ese devenir temporal.

El tiempo exterior físico, determinado por el curso de los astros, no podemos modificarlo en el sentido de que el reloj seguirá marcando horas de sesenta minutos. A no ser que, como afirma la física relativista, nos acercáramos a la velocidad de la luz y entonces el tiempo sería más lento en comparación con los seres que fueran a menor velocidad.

Respecto al tiempo biológico, que marca nuestra expectativa de vida como especie e individuos, podemos incidir con nuestra voluntad en cierta medida, aunque limitadamente.

Se ha afirmado que la vida máxima a la que podría aspirar el ser humano es de 120 años. Si esto no es así es porque nuestro modo de vida limita tales expectativas. Por eso, todo lo que suponga una mejor higiene física o mental puede influir positivamente en la longevidad.

Por su parte, el tiempo psíquico o interior, que es en definitiva el que apreciamos más directamente, sí es modificable en buena medida. En efecto, la vivencia de lo que dura el tiempo es eminentemente subjetiva: cinco minutos en el sillón del dentista no equivalen a cinco minutos plácidamente tumbados en una hamaca.

Cada uno de los días que nos es dado vivir tiene un valar en sí mismo, algo gratuito y ajeno a lo que piensen los demás. Por eso, ser conscientes del día y sus fases es una manera de vivir más plenamente, con independencia de lo que pueda suceder.

Por qué el tiempo parece ir más deprisa en la vejez

El significado de lo que sucede en el tiempo depende de nuestra valoración subjetiva. El sentido que damos a las experiencias vividas depende de nosotros, de nuestras creencias o forma de interpretar el mundo. Y a menudo las infravaloramos creyendo que no están a la altura de lo que marca la moda o los cánones sociales.

Al envejecer, el tiempo parece ir más deprisa, los días son más cortos. Esto es así, principalmente, porque se produce cierta rigidez mental y emocional, teñida de amargura al creer que apenas hay futuro. Mientras que nuestros días de la infancia parecían no terminar nunca, tan llenos como estábamos de curiosidad por todo y alegría.

Si se vive cada uno de los días cual si de una entera vida se tratara, como si realmente ese fuera el primer y último día que tenemos, las cosas más sencillas (ver, respirar, reír, comer, amar... ) adquieren un brillo inusual; en realidad toman la importancia que siempre han tenido.

Y esa vivencia, más cualitativa que cuantitativa, puede también dar la sensación de que los días son más largos o de que la vida está hecha de muchos días. Como si de nuevo fuéramos niños que juegan y el tiempo apenas existiera.

La necesidad humana de controlar el tiempo

Sabemos qué hora es, cuánto se tarda en completar determinado trayecto o si llegamos puntuales a una cita. Pero en realidad ignoramos qué es el tiempo.El reloj es un invento humano que simula ordenar y domesticar ese transcurrir del tiempo.

Como escribió el filósofo Agustín de Hipona (siglo IV) en sus Confesiones: "En definitiva, ¿qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé. Pero si quisiera explicarlo al que me lo pregunta, no lo sé."

Desde los primitivos relojes de sol o arena que benévolamente marcaban las horas de forma aproximada, hasta la precisión implacable de los actuales cronómetros, el ser humano ha aguzado su ingenio para medir la temporalidad.

El llamado tiempo sidéreo, consecuente a que la Tierra gira alrededor de su eje con velocidad angular constante, da origen a los días y las noches. El simbolismo nictameral, como el representado por la alternancia entre el yang (claridad) y el yin (oscuridad) del taoísmo, es uno de los más primordiales.

Pero además de la alternancia de los días y las noches, veían los humanos al contemplar el horizonte, intersección del cielo y la tierra, que el Sol surcaba con su barca el océano celeste de izquierda a derecha. Constataron el denominado eje solsticial (de sol stare, indicando la aparente detención del Sol) marcado por la noche más larga (solsticio de invierno) y la más corta (solsticio de verano); así como el eje equinoccial (equinox: noches iguales a los días) de primavera y otoño.

Esta cruz marca así las cuatro estaciones del año con todo su simbolismo y correspondencias relacionadas con el cuaternario universal: cuatro elementos, cuatro puntos cardinales, cuatro épocas de la vida, cuatro partes del día, etc.

La experiencia humana del tiempo: el día, el año, la vida

Desde un punto de vista práctico, podemos calcular el tiempo de diversas maneras, desde fracciones de segundo a siglos.

ero las verdaderas unidades existenciales, las que vivimos habitualmente tanto de forma simbólica como real, son el día (movimiento de la Tierra sobre su eje) y el año (movimiento de traslación alrededor del Sol).

En efecto, contamos nuestras vidas en años, pero lo que vivimos de manera consciente y natural, más allá de la fragmentación artificiosa que suponen las horas y los minutos, son los días. Tenemos así la siguiente secuencia: el día, el año, una vida.

Esto equivale a decir que un año (con sus cuatro estaciones) es como la imagen reducida de toda una vida (con sus cuatro fases: infancia, juventud, madurez y vejez) y que, a su vez, un día (también con sus cuatro fases) refleja a escala reducida tanto el año como la entera existencia humana.

Tiempo, matemáticas y simbolismo

Aunque el día tenga 24 horas, en cierto modo se trata de dos ciclos de 12 horas cada uno, correspondientes a la fase ascendente y descendente del sol (día/noche).

De hecho así aparecen en la esfera clásica de reloj, en que los números van de 1 a 12 y se repiten dos veces.

Eso indica la significación "cósmica" del número 12. Es bien conocida la división zodiacal en la que coincidieron egipcios, aztecas y chinos (12 animales).

El número vinculado a la tierra (materia) es el 4, significando solidez y estabílidad; mientras que el 3 corresponde al cielo (espíritu) y expresa un dinamismo sutil.

Si sumamos ambas cifras (3 + 4 = 7) obtenemos el septenario, y si las multiplicamos (3 x 4 = 12) el duodenario, ambos de gran importancia simbólica.

Sin poder detenernos ahora en la historia del calendario, mención especial merece el simbolismo de los siete días de la semana, que ha llegado hasta nosotros a través de los babilonios y egipcios.

Al igual que el espacio tiene siete direcciones (cuatro puntos cardinales, arriba y abajo, más el centro), el tiempo se desarrolla en seis fases (los primeros seis días), mientras que el séptimo (domingo, día de descanso) representa el centro extratemporal, la "eternidad".

Vivir cada día intensamente

No es lo mismo, aunque suene parecido, "vivir al día" que "vivir el día". Lo primero expresa cierta desatención y no hacer planes, mientras que lo segundo implica tomar mayor conciencia de lo que representa un día cualquiera. Para poder vivirlo con mayor intensidad si cabe.

Lo que no significa plantearse actividades extraordinarias, puesto que tal cosa contribuiría a aumentar simplemente la sensación de estrés, sino a afinar la percepción de lo que habitualmente nos rodea.

Algunos relatos literarios o películas transcurren a veces en un solo día, dándonos a entender que las posibilidades narrativas de una jornada de vida pueden ser muy ricas y sugerentes. Que un día equivale, en pequeño, a toda una vida no es difícil de apreciar, pero nos hemos habituado y no le damos mayor importancia.

De hecho, "nacemos" cada mañana al abrir los ojos y "morimos" cada noche al cerrarlos. Al despertar, adquirimos un poco las facciones de un recién nacido (rostro un tanto arrugado, dificultad de movimientos, voz gangosa) e incluso, como ellos, necesitamos entonces lavarnos y tomar algún alimento.

Por la noche, nos vamos tranquilamente a dormir. Y así permanecemos varias horas inmóviles y aletargados, que viene a ser lo más parecido a morir. Entre estos dos puntos -despertarse y dormirse-, que corresponderían analógicamente al equinoccio de primavera (alba) y de otoño (crepúsculo), tendríamos los solsticios de invierno (medianoche) y verano (mediodía).

Por la mañana somos como un niño (así puede verse en los frescos de antiguos templos egipcios) que luego va creciendo al igual que lo hace el curso del Sol, para pasar a la juventud primaveral, la plenitud del verano, la madurez del otoño y llegar a la ancianidad invernal. Y así sucesivamente, un día tras otro.

Por eso nos sentimos habitualmente más activos y llenos de energía física durante la primera mitad del día (predominio vegetativo simpático en el sistema nervioso) y más interiorizados en la segunda (predominio parasimpático).

Si seguimos los ritmos naturales del día, gastamos menos energía y todo se desenvuelve con mayor facilidad. Es conveniente, por ejemplo, dormir por la noche, ya que esa aparente inactividad es necesaria para renovar y desintoxicar el organismo.

La cronobiología investiga, entre otros, el ritmo circadiano (día/noche) de las distintas funciones corporales para así saber, por ejemplo, cuándo conviene tomar cierto tipo de alimentos o determinado medicamento.

A veces caemos en la inercia de ver los días iguales y monótonos. Sin embargo, percibir el sentido de tal repetición ayuda a vivirlos de forma renovada.

Mañana

Siempre conservamos la capacidad de ser niños o jóvenes que miran las cosas por primera vez. El aire es fresco, la naturaleza expande su verdor, cantan los pájaros. Somos conscientes de la ligereza.

Es un buen momento, salidos de la cama y antes de adentrarse en las ocupaciones habituales, para realizar ejercicios respiratorios y sentir cómo penetra la energía en nuestro interior.

Mediodía

El sol brilla con plenitud, el corazón está contento. Rodeados de otras personas, percibimos la fraternidad esencial que subyace en todos los seres humanos más allá de divisiones o discrepancias. Somos conscientes de la unidad del todo.

En este momento solemos hacer la comida principal del día. Degustamos los alimentos y sentimos agradecimiento a quienes nos proveen de ellos y, sobre todo, a los vegetales y animales por cuyo sacrificio vivimos.

Tarde

Tenues sombras empiezan a mezclarse con la luz. El día se dirige hacia el crepúsculo y nuestra jornada de trabajo ya termina. Nos sentimos quizá algo cansados, pero satisfechos.

Somos conscientes de que necesitamos un tiempo personal. Buscamos entonces la ocasión de estar con familiares y amigos, de vivir nuestras aficiones o simplemente pasear o relajarnos.

Noche

Como en el invierno, sentimos que la energía se ha vuelto hacia el interior, tanto fuera como en nosotros. La luna envuelve los paisajes con sombras plateadas. Somos conscientes de una paz profunda.

Tendidos en la cama, deseamos lo mejor a todos aquellos con quienes convivimos y nos disculpamos mentalmente por posibles errores cometidos. Tranquilos, visualizamos una pequeña y cálida luz en nuestro corazón, y así nos dormimos.

Para seguir pensando

  • Consejos para vivir feliz; Bernie S. Siegel. Ed. Oniro
  • Palabras a mí mismo; Hugh Prather Ed. RBA