Carlos miraba desde la grada los últimos minutos del partido de su hija. A sus dieciséis años, acababa de fichar por un equipo juvenil de fútbol que aquella tarde estaba ganando por uno a cero.
Cuando el árbitro pitó el final del partido, las jugadoras fueron a abrazar a sus rivales
Orgulloso con el debut de su hija, aunque el único gol lo hubiera marcado el equipo contrario en propia puerta, Carlos la esperó frente a los vestuarios para volver con ella a casa. Sin embargo, al salir, ya duchada y cambiada, le dijo:
—Llegaré a casa en una hora, papá. Tenemos una merienda con el equipo.
—Claro, supongo que quieres celebrar la victoria con tus compañeras.
—Voy con ellas, sí, pero también con las rivales. De hecho, las invitamos a merendar.
—¿Cómo es eso? –preguntó sorprendido.
—Es una regla de Joan, nuestro entrenador. Los que ganan invitan a merendar a los que pierden.
—Entiendo... Se trata de consolarlos en la derrota. Una voz cascada sorprendió a Carlos, que al girarse descubrió a un anciano en chándal.
—Al contrario, de lo que se trata es de aprender de los que pierden, por eso mis chicas pagarán la merienda. Por cierto, ¿tiene usted prisa? Acostumbro a subir ese monte después de los partidos en nuestro campo, y me gusta ir acompañado.
Carlos resopló, agobiado, a la vez que valoraba la pequeña montaña justo al lado del estadio. No tendría más de doscientos metros de altura, así que se podía subir y bajar en una hora. Para no ser descortés, aceptó la invitación y los dos se encaminaron en silencio por el sendero.
Cuando ya habían cubierto la mayor parte de la cuesta, Joan explicó:
—Una vez al mes pido a las chicas que suban y bajen esta montaña. Es parte de su formación vital.
—Igual que invitar a las perdedoras, ¿no? –dijo Carlos, que no entendía qué sentido tenía subir y bajar un monte, más allá del ejercicio físico.
—De hecho se trata de lo mismo. La montaña es una metáfora de la vida y nos enseña a ganar y a perder. Durante la primera mitad de la vida, subimos la montaña y vamos ganando cosas por el camino. Acumulamos conocimientos, posesiones, éxitos... Somos jóvenes y enérgicos, y cuando llegamos a la cima miramos el mundo desde arriba y gritamos: “¡He llegado aquí arriba! ¡He conseguido esto y lo otro!”.
Aquel grito coincidió, efectivamente, con su llegada a lo más alto del monte, desde donde se apreciaba el estadio a vista de pájaro. En aquel momento, el jardinero regaba el campo.
La voz del anciano sacó a Carlos de aquella calma tras el esfuerzo con una pregunta indiscreta:
—¿Qué edad tiene usted?
—Cincuenta y cuatro. Tuve a mi hija de mayor.
—Eso es fantástico... Entonces ya ha empezado a bajar la montaña, como haremos nosotros ahora –dijo invitándole a iniciar el descenso–. ¿Está preparado para perder?
—¿A qué se refiere exactamente? –preguntó Carlos, algo irritado.
—A no ser que vaya a vivir ciento veinte años, probablemente usted ya ha llegado a la cima y ha mostrado al mundo sus logros. ¿Está satisfecho?
—Supongo que sí –dijo mientras bajaban por un camino distinto–. He conseguido trabajar en lo que me gusta y en mi sector soy respetado. Tengo mi casa pagada y mi hija ya vuela sola. En un par de años irá a la universidad y le veré poco el pelo, porque quiere estudiar fuera.
Asegurando cada paso, el anciano respondió:
—En esta fase tendrá que aprender usted a perder, y no solo a su hija.
—¿Se ha propuesto deprimirme, Joan?
—¡No! Solo que disfrute de cada etapa. ¿O es que la subida a una montaña es más bella que la bajada
Carlos no contestó.
—Cuando descendemos la montaña de la vida –siguió el entrenador–, no solo vemos partir a nuestros padres mientras nuestros hijos empiezan a emanciparse. Por el camino vamos dejando amistades, gente con la que teníamos mucho en común y que ha elegido otras rutas...
—Pero duele despedirse de aquello que amamos.
—Por supuesto que duele, pero el dolor prueba que estamos vivos y en constante evolución. En la bajada de la montaña despedimos a personas, nuestro cuerpo no funciona como antes... aunque ganamos otras cosas a cambio.
—¿Qué cosas?
—Mayor comprensión de la vida. En la subida acumulamos cosas y en la bajada vamos soltando peso para andar más ligeros. Si hemos aprendido las lecciones del camino, cada vez necesitaremos menos y disfrutaremos de cada instante.
Al despedirse, el entrenador puso la mano en el hombro de Carlos y le dijo:
Es cierto que nadie nos enseña a perder en la vida... pero para nuestra felicidad es tan importante como saber ganar.