Durante mucho tiempo estuve ciego al consuelo. Como psiquiatra, me contentaba con tratar a los pacientes; como autor de libros, con explicar y animar a mis lectores; como ser humano con reconfortar a mis conocidos. Un día enfermé gravemente y caí en la cuenta de que mi vida podría terminar antes de lo previsto.
La necesidad de consuelo emocional
Esa nueva situación personal no me provocó ansiedad, sino más bien tristeza, la de tener que dejar esta vida antes de haberme cansado de ella. Como a todas las personas amenazadas de muerte, la vida me pareció hermosa; y, como muchas de ellas, descubrí que tenía una inmensa necesidad de consuelo: en mi gran fragilidad de cuerpo y de mente, la más leve sonrisa, el más breve canto de un pájaro, el más mínimo destello de bondad o belleza me causaban un bienestar infinito.
De vuelta a casa tras mi hospitalización, puse mis papeles en orden (nunca se sabe...) y me encontré con una pequeña nota escrita por uno de mis pacientes de Tolouse, un hombre atormentado, bipolar, drogadicto, por el que sentía un gran afecto, que decía: «Querido doctor André, gracias por su paciencia y por la gran confianza que me da cuando estoy con usted. Philippe». En ese momento, al pasar por mi mente el recuerdo de nuestras sesiones de terapia, me dije que no había conseguido curarle (tampoco él ayudó demasiado), pero que, casi siempre, había conseguido consolarle. Sin yo saberlo.
El Consuelo emocional ayuda ante las adversidades
Con esta historia, la mía y la de mi paciente, empieza mi nuevo libro Consolaciones. Lecciones de un terapeuta para enfrentarse a las adversidades (Ed. Arpa Práctica), en el que he abordado cómo nos puede ayudar la consolación para enfrentarnos a las adversidades.
Consolar es desear aliviar una pena. El consuelo es tanto lo que reconforta (el efecto de nuestros seres queridos, la acción que nos aturde, la vida que nos distrae, si la adversidad es menor) como la andadura, el proceso que nos lleva al recuerdo de la pena, del dolor sordo, de la desorientación a la comprensión, de la soledad a la conexión, de la herida a la cicatriz.
Reconfortar o consolar
No es lo mismo consolar que reconfortar. Reconfortar es aliviar en el momento presente, y eso ya es fantástico, precioso. Pero la ambición del consuelo suele ser más amplia, más alta, más lejana en el tiempo. Hay algo más amplio en el consuelo, reconfortar es más parcial y limitado.
Sin duda, reconfortar también pretende, como su nombre indica, hacer más «fuerte» a la persona afligida, devolverla a la vida activa y a la sociedad, mientras que la consolación apunta no tanto a la eficacia como a la humanidad herida... En este sentido, reconfortar puede entenderse como una consecuencia –valiosa– de la consolación. O como un consuelo dirigido a la acción más que a la emoción.
Consuelo para aliviar el sufrimiento
El consuelo no es la búsqueda de soluciones. No pretende cambiar la realidad (como lo haría una «solución»), sino aliviar el sentimiento de sufrimiento. Ser consolado no consiste en ser ayudado en sentido estricto, no se dirige a la adversidad que angustia, sino a la persona angustiada: es una ayuda para el interior, no para el exterior.
Cuando se puede actuar, entonces el consuelo solo desempeña un papel secundario (pero un papel, al fin y al cabo). Si alguien se cae, le ayudo a levantarse (solución) en lugar de consolarlo mientras está en el suelo. Pero después de ayudarle, también puedo comprobar si necesita ser consolado (de su miedo, su humillación, su dolor...).
Las cuatro dimensiones del consuelo
La consolación es una alquimia, con procesos a veces misteriosos, con resultados a veces inciertos, pero casi siempre, mezcladas en diversos grados, aparecen cuatro dimensiones indispensables:
- Afecto. Aunque no se exprese directamente, todo consuelo es una expresión de afecto hacia la persona en apuros.
- Atención. Lo que nos consuela desvía nuestra atención del dolor; aunque sea transitorio y superficial, su efecto es beneficioso porque toda suspensión del sufrimiento hace bien al que lo padece y le permite recobrar el aliento.
- Acción. Más que las palabras y los consejos, a menudo es la invitación a la acción, y mejor aún a la acción conjunta y compartida, lo que permite a los afligidos volver a la vida.
- Aceptación. La aceptación es un paso necesario en cualquier proceso de reconstrucción. Aceptar una adversidad no es alegrarse o someterse a ella, sino reconocer que ha ocurrido. Sin embargo, es más una consecuencia y un beneficio del consuelo que una incitación a asumirla frontalmente. Es un objetivo en el horizonte, que las personas que consuelan se proponen de forma implícita, para llegar con suavidad a las personas a las que hay que consolar.
Aprender a acoger lo que llega
Cuando somos niños, niños pequeños, vivimos nuestras penas en el momento: intensas, absolutas y rápidamente consoladas. A medida que crecemos, experimentamos penas duraderas, dolores interiorizados, pero seguimos siendo niños: incluso heridos, enfrentados a fracasos y rechazos, a injusticias y adversidades, la vida y sus alegrías nos reconfortan rápidamente.
Luego dejamos atrás la infancia, llegamos a la adolescencia y descubrimos poco a poco lo que son las penas de los adultos, las heridas del ego y la de los ideales, pero no disponemos todavía de todos los recursos psíquicos para afrontarlas: el sufrimiento está garantizado.
Al fin, descubrimos lo irremediable: lo que no tiene remedio, y solo pide consolación. Este será el trabajo de toda nuestra vida: frente a un número infinito de desolaciones posibles, tendremos que permanecer sensibles a otro número interminable, el de los momentos de felicidad, y saber acoger, para levantarnos de nuevo cada vez que hayamos tropezado o caído.
Lazos que consuelan
¿De quién aceptaremos más fácilmente el consuelo? De nuestros seres queridos, por supuesto, porque nos quieren y su sola presencia es beneficiosa. De los profesionales, porque ya han consolado muchas veces a otros. Y, desde luego, de nuestros amigos.
A través del consuelo declaramos nuestro amor y nuestro afecto, nuestra amistad y nuestra cercanía. Una consolación aceptada también puede venir de otros que también sufren, de personas que ya han experimentado lo que nosotros estamos viviendo.
Si el vínculo nos consuela, abrirse a este vínculo significa abrirse a la persona que nos consuela. En mi caso, cuanto más viejo me hago, más descubro que solo se puede vivir con personas que te liberan, que te quieren con un afecto tan ligero de sobrellevar como fuerte de recibir. La vida actual es demasiado dura, demasiado amarga, demasiado anémica, para padecer encima nuevas servidumbres por parte de los que amamos. El consuelo nos lo pueden ofrecer en cualquier momento todos nuestros semejantes. Si la sinceridad y la honestidad están ahí, la gracia llegará.
El camino hacia la consolación
Estas claves pueden ser de ayuda para afrontar las adversidades y seguir adelante en positivo.
- Abordar cada nueva situación con espíritu de principiante: Ese es el secreto de la actitud mental fresca y curiosa que los maestros zen intentan mantener viva en sí mismos. Acoger lo que viene como nuevos aprendizajes lo mejor que se pueda.
- Entrenar la voz interior: Instalar en la mente pensamientos consoladores. Un cerebro apesadumbrado no se adhiere fácilmente a esta mirada abierta, a un funcionamiento equilibrado con el debate interior, se trata de entrenarla, hasta que se instala en el interior
- Fijarse en las oportunidades: Mirar la felicidad y las oportunidades de los demás, no como injusticias, sino como pruebas de la que la felicidad y la suerte existen. Cuando lleguen los pensamientos que lo anulen todo, hay que volver a intentar ver las oportunidades.
- Sonreír a la tristeza: Practicar la sonrisa ligera, sin tensión. Sonreír, aunque nos sintamos tristes. No esperar nada de la sonrisa, solo sonreír. El rato suficiente, sin ostentación, y observar los efectos que produce. No es necesario que se vea desde el exterior.
- Música para el consuelo: Escuchar música libera dopamina y oxitocina. La música que mejora el ánimo no necesariamente es la alegre, puede ser la melancólica. Esto confirma, en parte, que para que llegue el consuelo, primero hay que aceptar el dolor.
- Escribir las penas: Llevar un diario es un camino para saber quiénes somos. Escribir proporciona un desahogo, alivia. Escribir es como un diálogo suave, a nuestro ritmo, silencioso, atento, paciente... y consolador, y la ciencia lo viene confirmando.