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Pon el corazón

Miremos a esos niños y niñas en la calle saltando la cuerda. Fijémonos en cómo juegan a la pelota, o cómo dibujan, o cómo dan un abrazo. Si observamos, nos daremos cuenta de que ponen el corazón en todo lo que hacen.

Hacen, no piensan. Y se entregan al momento, al aquí y al ahora. Tal vez hace un rato estuvieran llorando o enfadados, pero cuando empiezan una actividad, focalizan. Se concentran. Se dedican con el corazón. Si no, cambian de actividad.

 

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​Si no nos es divertido, no es divertido

Los niños son capaces de divertirse con cualquier cosa. Por extraño que nos pueda resultar ahora, encuentran maneras de pasarlo bien en todas partes. Y eso es porque son capaces de convertirlo todo en un juego.

Y no olvidamos que jugar es recrearse, ¿no? Re-crearse. Volver a crearnos a partir del juego. Hoy hay especialistas que a eso le llaman playfulness. Hay empresas multimillonarias que saben que crear un ambiente de juego en el trabajo es muy rentable.

Tal vez tengan razón, pero lo importante es que será muy rentable para nosotros saber que si no nos divertimos es que algo está yendo mal. Que algo tenemos que cambiar. Sea donde sea.

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¡El mundo es un lugar maravilloso!

Todo lo que nos rodea es maravilloso. Todo. Y, así, todo merece ser descubierto una y otra vez como la primera vez. Con el mismo asombro que nos desbordaba.

Aristóteles aseguraba que la capacidad de asombro nos conducía a la filosofía. Tal vez por eso todos los niños son filósofos y no dejan de preguntarse, maravillados, ¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?

Abramos los ojos y pensemos en la extraordinaria frase de Marcel Proust: “El verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes, sino en tener nuevos ojos”.

Advertencia: la capacidad de asombro es un músculo. Es decir, se entrena. Y cuanto más se entrena, más capaces seremos de maravillarnos.

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​¿Para qué nos caemos, Bruce?

“Para aprender a levantarnos”, responde Bruce Wayne a su padre en la fantástica Batman Begins de Christopher Nolan. Y así es. De pequeños nos caemos, pero nos levantamos. Y no solo eso, además sabemos caer.

Cuando nos hacemos mayores, ni eso. Al menor tropiezo nos hacemos daño. Nos rompemos. Lo peor es que no es solo físicamente. En sentido figurado nos pasa lo mismo.

Pero si nos caemos es para levantarnos, no para echar raíces en el suelo. Caer forma parte de aprender a ir en bicicleta, cosa que la gran mayoría de nosotros sabemos.

Ahora es el momento de volver a aprender a ir en bicicleta. Y caer y, una vez en el suelo, pensar que si nos caemos es para aprender a levantarnos y que, como dijo Samuel Becket, el genial dramaturgo y novelista irlandés, “Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”.

Si estamos dispuestos a ello, volveremos a conquistar todo aquello que nos propongamos. Y nada es más difícil que aprender a ir en bicicleta. Nada.

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¡La vida son los otros!

Jean Paul Sartre, el filósofo existencialista francés, afirmaba en una de sus frases más célebres que el infierno son los otros. Es una frase oscura y llena de resentimiento hacia la humanidad. Y, por eso, está muy lejos de conectar con la infancia que, ahora, necesitamos liberar y darle voz en nuestra vida.

Pensando que la vida está en los otros, con los otros y al lado de los otros. Ese momento en el que no nos cuesta relacionarnos. Que nos alegra encontrar, simplemente, alguien con quien estar. Y, cuando lo encontramos, vamos, como decíamos en el primer punto, con el corazón. 

Fijémonos, si no, qué ocurre en una sala de espera de cualquier tipo. Si hay niños, acaban jugando juntos, sin más. Si solo hay mayores, sin duda el silencio será nuestra compañía. ¿No nos estaremos perdiendo muchas cosas que los demás nos pueden ofrecer? Necesitamos aprender tanto del niño que un día fuimos...

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​Dar rienda suelta a la creatividad

Decía Pablo Picasso: “Todos los niños nacen artistas. El problema es cómo seguir siendo artistas al crecer”.
Y si vemos a un niño entregado a cualquier forma de expresión, nos daremos cuenta de que son verdaderos artistas. Porque se entregan a lo que hacen.

No piensan en la fama, en el qué dirán, en si gustará o no. Hacen. Se expresan.

Como dijo la gran escritora Ursula K. Le Guin, “Un adulto creativo es un niño que ha sobrevivido”. ¡Sobrevivamos nosotros! Sin miedo. Sin pensar en si lo que hacemos pasará o no a la historia, con que pase a nuestra propia historia ya será suficiente.

Aprender de nuestra infancia

Sin duda, de pequeños es cuando más crecemos. Y más aprendemos, más nos desarrollamos, más descubrimos, más nos sorprendemos, más nos relacionamos… Luego, claro, nos hacemos mayores, pero llega un día que sentimos que necesitamos aprender más, desarrollarnos más, descubrir más. Pero no sabemos cómo.

¿No será que todo lo que debemos aprender nos lo puede enseñar el niño que fuimos? ¿El niño que todos llevamos dentro?

Pasearse por la librería es, casi, un placer de otros tiempos. Sin embargo, sigue siendo una experiencia muy enriquecedora y reveladora, sobre todo, si nos damos una vuelta por los libros prácticos, de no-ficción, esos que llamamos de autoayuda o de crecimiento personal. O de espiritualidad. Da igual.

Lo importante es que allí, apilados en las mesas de novedades, encontramos una gran variedad de temáticas que no dejan de ser el reflejo de lo que todos, de una manera u otra, necesitamos. Y hoy, vemos libros para colorear y entrar en mindfulness, o que nos proponen sacar la creatividad que llevamos dentro, o que nos aconsejan cómo relacionarnos mejor con las personas que queremos y, también, con las que deberíamos dejar de querer.

Hay libros para aprender a escuchar, para no estresarnos, para encontrar la felicidad en las pequeñas cosas, para ser lo que siempre hemos querido ser, para saber maravillarnos de la naturaleza, para reír más, para no ocultar nuestras emociones, para… ¡para! Podríamos seguir y seguir hasta rellenar todo el artículo con temas y más temas.

¿Tantas cosas nos faltan por aprender? ¿Tan mal estamos? Sí y no. Sí porque estos libros nos hablan de cosas que nos interesan, sin duda. Nos dan pautas para progresar, crecer y desarrollarnos en todos esos temas que nos preocupan porque nos damos cuenta que no lo estamos haciendo del todo bien. Y no, no estamos tan mal.

En el fondo todo lo que necesitamos saber ya lo sabemos o, mejor dicho, ya lo hemos sabido. El problema es que lo hemos olvidado.

Lo hemos enterrado en la gruesa capa que van formando los días, las rutinas y las obligaciones de habernos convertido en adultos. Pero ya lo sabíamos. Ya fuimos especialistas en estos temas. ¿Cuándo? Sí, correcto, cuando fuimos niños, en nuestra infancia.

Mindfulness: lo que nos olvidamos al crecer

Tal vez no fuésemos conscientes de que al jugar entrábamos en mindfulness, pero lo hacíamos.

Puede que no supiéramos explicar que comer un helado era la felicidad plena, pero así era.

Es posible que no fuéramos conscientes de que cuando escuchábamos algo que nos interesaba lo hacíamos plenamente, no solo con los oídos, sino también con la boca abierta y los ojos de par en par.

Ahora le llaman atención plena, nosotros aún no teníamos nombre para eso. Simplemente lo hacíamos, al igual que hacíamos tantas y tantas cosas. Porque éramos artistas al dibujar, éramos intrépidos al explorar, éramos generosos al relacionarnos, éramos valientes al mostrar nuestros sentimientos. Éramos todo lo que ahora necesitamos ser.

¿Acaso no es en la infancia cuando más crecemos, más nos desarrollamos, más progresamos?

¿No es normal, entonces, pensar que nuestra infancia es el lugar al que regresar para seguir creciendo, desarrollarnos o progresar? ¡Hagámoslo! Dejemos salir al niño o a la niña que llevamos dentro. Que está ahí, esperando a que le hagamos caso, a que le demos protagonismo.

¡Hagámoslo! Dejemos salir al niño que llevamos dentro. Que está ahí, esperando a que le hagamos caso, a que le demos protagonismo.

Escuchémosle. Aprendamos de él. Y, seguro, aprenderemos, una vez más, todo lo que necesitamos saber.