La confianza en los otros y el trabajo en equipo han sido algunas de nuestras ventajas para sobrevivir como especie, en un mundo hostil. Si por alguna circunstancia, como veremos en este artículo, los niños pierden esa confianza en el cuidado de sus mayores, comienzan a generarse patrones poco saludables que dificultan la convivencia en sociedad.

La predisposición innata para confiar en el grupo debe ser alimentada y reforzada durante los primeros años de vida. En condiciones normales (a lo largo de nuestra evolución como especie), los niños confiaban en que la tribu les protegería de posibles peligros y la sentían como el entorno amigable en el que crecer. A medida que crecían, los miembros más jóvenes asumían como normal el cuidado de los demás, a la vez que se sentían acompañados en todo momento y protegidos por el grupo.

Cuando esta necesidad de amparo y protección no se cubre en la primera infancia, el sentimiento de confianza en los demás resulta muy mermado. El niño, la niña, crece sintiendo soledad y arrastra un profundo sentimiento de desconfianza hacia los demás.

La desconfianza provoca problemas para socializar

Begoña vino a mi consulta cuando su problema para socializar y trabajar en equipo estaba poniendo en peligro su puesto de trabajo. No confiaba en sus compañeros para delegar tareas secundarias y, al final, siempre terminaba encargándose de realizar la mayoría del trabajo. Esto generaba un sentimiento de inferioridad en sus compañeros que, poco a poco, se desligaban de los proyectos que ella dirigía, dejándola sola con toda la tarea.

Al relatarme sus problemas laborales, Begoña me explicaba: “Sé que debería darles más responsabilidades, pero no me fío. Estoy segura de que, tarde o temprano, fallarán y prefiero hacerlo yo sola”.

Por otra parte, en sus relaciones personales, Begoña sentía un enorme bloqueo para abrirse a los demás y profundizar en sus relaciones de amistad o de pareja. Le costaba mucho fiarse y siempre anticipaba que, en algún momento, iban a acabar engañándola o traicionándola.

El problema de fondo es el desamparo

Trabajando, en terapia, analizamos su percepción de las relaciones personales y su dificultad para confiar en los demás. Repasamos algunos recuerdos de la Universidad y de su adolescencia, pero un día en particular, Begoña conectó con un recuerdo clave que le ayudó a comprender gran parte de su problema.

Con 5 o 6 años, se encontraba en la celebración del cumpleaños de un primo. Sus tíos habían alquilado un local gigantesco y los niños corrían y jugaban por todas partes.

En un momento dado, la pequeña Begoña encontró una escalera estrecha que daba acceso a una especie de almacén al aire libre. Estaba lleno de cajas amontonadas, vieja maquinaria oxidada y charcos de diversos productos pegajosos en el suelo.

Cuando quiso volver se dio cuenta de que la escalera era demasiado empinada y peligrosa para bajar. Comenzó a llamar a sus padres, pero no recibió ninguna ayuda. Pasó un largo rato gritando, pidiendo socorro, pero nadie acudió.

Nadie se preocupó por ella durante todo el tiempo que estuvo pidiendo ayuda. Finalmente, sola y entre lágrimas, tuvo que encontrar el valor para enfrentarse a la escalera y bajar al salón.

Según me contó, durante toda su infancia, sus padres habían estado más centrados en sus propios intereses que en los suyos. Nunca se había sentido cuidada ni protegida por ellos y, si tenía algún problema, había aprendido que ella misma debía resolverlo.

Sensación de tener que valerse por uno mismo

La escena de la celebración no fue un hecho aislado, al contrario, fue la rutina durante toda su infancia. Siempre se había sentido sola y desamparada.

A medida que crecía, Begoña fue interiorizando la idea de que los demás no se preocupaban por ella. No sentía que fuera importante para los adultos que la rodeaban y que, supuestamente, la debían cuidar.

A fuerza de vivir situaciones como la recordada, la pequeña tuvo que madurar y centrarse en sí misma para resolverse sus propios problemas. Aprendió a desconfiar y a no esperar nada de los demás.

Cómo recuperar la confianza en los demás

Reconociendo estos patrones, Begoña pudo comprender sus problemas laborales y, también, sus dificultades para profundizar en las relaciones personales. Tenía interiorizada la idea de que, como había sucedido durante toda su infancia, los demás terminarían fallándole.

En terapia, cuanto más antiguos y profundos son los patrones negativos, más trabajo debemos realizar para reprogramarlos.

En el proceso de Begoña, fuimos revisando y sanando otras situaciones similares más antiguas y, también, otras posteriores al recuerdo de la escalera y el almacén.

A lo largo de sus sesiones, Begoña fue asumiendo la ineptitud y el egoísmo de su padre y de su madre. Pudo ir soltando su rabia, su frustración y su tristeza. Les recriminó, les reprochó y les gritó lo malos padres que habían sido.

A medida que descargaba todas sus emociones acumuladas sobre sus padres, fue dándose cuenta de que no todo el mundo es igual de egoísta. Entendió que su visión sobre la gente estaba muy condicionada por el ejemplo que había tenido de sus padres, pero comprendió, que no todas las personas son igual que ellos.

Con mucho esfuerzo y precaución, Begoña fue rebajando su nivel de desconfianza y se fue abriendo para conocer a cada persona por cómo se comportaba realmente con ella, sin juzgarla por anticipado de forma negativa.