Dice un refrán inglés, heredado de la época victoriana: “Children should be seen and not heard” (los niños deben verse, pero no oírse).

Este axioma representa a la educación tradicional decimonónica basada en la idea de que los niños tienen la obligación de comportarse de forma silenciosa, obediente y encantadora.

Según aquellas estrictas normas sociales hacia la infancia, apoyadas en durísimas reprimendas físicas y psicológicas, los pequeños debían adaptarse ciegamente a las exigencias de los adultos.

En aquella sociedad, resultaba inconcebible que un niño se opusiera a cualquier orden o requerimiento de un adulto.

Han pasado más de dos siglos desde que reinara la reina Victoria, parece mucho tiempo y, sin embargo, hoy en día, la mayoría de las familias siguen pretendiendo que sus hijos se amolden, obedezcan y no armen mucho alboroto.

Educados para agradar

Basta darse una vuelta por un parque de juegos o por un cumpleaños infantil, para observar el fortísimo nivel de represión que sigue imperando en nuestra sociedad hacia la infancia.

En algunas familias esta opresión llega al punto, incluso, de inculcarles a sus pequeños el pernicioso patrón de adaptarse a los demás para no ser discriminados por el grupo.

La consigna que los padres les transmiten es que, si no protestan y no llaman la atención, no tendrán problemas.

Puede que, a corto plazo, este sometimiento sea beneficioso para el niño, sin embargo, a largo plazo, las consecuencias serán devastadoras para su personalidad adulta.

Ciertamente, creo que una de las cargas más nocivas que podemos transmitirle los padres a nuestros hijos es la de convertirles en personas complacientes con los demás.

Puede que, en muchas ocasiones, los padres no sean conscientes del peligrosísimo patrón de comportamiento que están inoculando en sus hijos. Simplemente, se limitan a repetir actitudes que ellos mismos, de pequeños, observaron en sus mayores.

Lo más llamativo en estos casos es que para aleccionar a los niños en esta conducta sumisa, ni siquiera resulta necesario utilizar amenazas o castigos, ellos mismos son los que perciben que resulta positivo comportarse de forma afable, sumisa y servicial.

En efecto, a corto plazo, existe un beneficio muy importante que refuerza este aprendizaje, el reconocimiento de los demás.

Los pequeños buenos y amables son bien vistos y premiados socialmente, mientras que todo el mundo critica y regaña a los revoltosos o a los que se rebelan ante las ordenes de los adultos.

Asimismo, resulta evidente que se evitan muchos problemas si nunca se protesta y siempre se está dispuesto a ayudar a los demás, por lo que, algunos niños de carácter afable y tranquilo optarán por amoldarse para evitar problemas.

El caso de Amanda: la niña buena

Amanda era una de estas niñas comedidas que adoptó el papel de buena y complaciente para sentirse valorada por su familia. Cada vez que pasaba un rato con sus tías y su abuela, estas se pasaban todo el tiempo alabando a sus primas y a sus amigas del colegio.

Según ellas, todas eran mucho más guapas, inteligentes y elegantes que ella, indudablemente, modelos a seguir por la pequeña que era alentada a imitarlas.

Además, estas familiares, solían terminar sus comentarios alabando lo buena y generosa que era Amanda, por lo que, poco a poco, la niña fue asumiendo el único rol que le fue permitido por los adultos de su alrededor, el de la niña complaciente, buena y obediente.

Durante toda su infancia, no parecía que Amanda albergara ningún problema.

Ella era una chica buena y los demás la valoraban e, incluso, la admiraban por ello. Sólo décadas más tarde, en mi consulta, pudimos comprobar las nefastas consecuencias que esta acomodación había causado en la joven.

Amanda, llegó a confesarme lo siguiente: “Si no hago lo que quieren los demás, me siento mal conmigo misma. Me siento como una persona egoísta, mala. Me ataca la culpa cuando no hago lo que los demás esperan de mí.”

La excesiva bondad puede ser autodestructiva

Muchos niños y niñas, llevados por esta obligación moral de complacer a los demás, se alejan de sus verdaderos deseos y necesidades, para pasar a responsabilizarse del bienestar de todos las personas de su alrededor. A la larga, sin percatarse conscientemente de lo que ocurre, permiten que todo el mundo abuse de ellos.

Por su parte, los demás se acostumbran a exigirles cada vez más y a que sean los otros los que carguen con sus mochilas sin protestar del abuso al que les someten. “Estoy muy saturada, siento en mis hombros las cargas de los demás”, me comentó Amanda en una de sus sesiones. Como podemos ver, esto es negativo y autodestructivo.

Podemos forzar la máquina, pero tarde o temprano colapsaremos y enfermaremos.

Resulta complicado abandonar toda una vida de complacencia y de sumisión. Sin embargo, si trabajamos para deshacer los daños recibidos y para recuperar los verdaderos deseos y necesidades de la persona, se puede lograr. Amanda, tras mucho trabajo terapéutico, pudo librarse de la obligación de servir a todo el mundo.

También, de la de tener que ser buena, bonita y obediente.

De hecho, hace unos días me escribió para contarme que, en contra de los deseos de toda su familia, acostumbrados a que ella organizara todos los encuentros de las próximas fiestas navideñas, se había comprado un billete de avión para ir a pasar junto a un par de amigas, no tóxicas, el fin de año en Nueva York.

Un sueño que Amanda albergaba desde su niñez y que nunca se había creído capaz de lograr por ella misma.