Uno de los aspectos de la personalidad que se ven afectados por la inestabilidad familiar es la confianza en los demás y la apertura a la sociedad. Las personas que han crecido en un entorno que no les proporcionaba seguridad, tienden a mostrarse suspicaces hacia todo lo de fuera.

Al no haber sentido jamás el amparo de un adulto, crecen pensando que nunca nadie les va a proteger. Estas personas pueden desconfiar en los demás de forma sistemática de por vida.

Personas que no acaban de fiarse de nadie

La infancia sienta los cimientos de la vida adulta. Mientras crecer en el seno de una familia estable proporciona una personalidad segura y equilibrada, hacerlo dentro de una familia desestructurada genera en los niños un sentimiento de aprensión hacia los demás que arrastran de por vida.

Esto fue lo que le sucedió a Marta, una chica que, tras varios fracasos sentimentales, acudió a mi consulta. En nuestras primeras sesiones, Marta me comentó que nunca había llegado a confiar en sus parejas, que jamás se había abierto al completo con ellas y que esto había afectado muchísimo a sus relaciones. También me contó, que le pasaba lo mismo con sus amigas, nunca había sido capaz de profundizar en una amistad.

La sensación interna de Marta era que no podía fiarse de nadie, pero no lograba explicarse el motivo.

Siempre había sido muy independiente y esto le gustaba, pero una parte de su yo interior quería (incluso necesitaba) relacionarse con otras personas y tener amigos. Sin embargo, cada vez que intentaba acercarse a un grupo e integrarse, terminaba apartándose. La joven sentía una lucha interior que no lograba conciliar entre su parte independiente y su parte social.

Una desconfianza aprendida

En el fondo de este tipo de conflictos, siempre se encuentra una familia desestructurada que no ha sabido crear un entorno acogedor y protector para sus hijos. Si los niños crecen en un ambiente desordenado y no se sienten cuidados, carecen de asideros emocionales a los que agarrarse y se ven obligados a buscar su seguridad de formas no del todo saludables.

La reacción habitual de estos niños es la de dejar de buscar la protección en sus mayores y tratar de procurársela ellos mismos. De esta forma, acaban aislándose del exterior para centrarse solo en si mismos, las únicas personas en las que realmente pueden confiar. Al cabo del tiempo, cuando esta actitud se extiende a todos los ámbitos de su vida, se genera en ellas una desconfianza hacia los demás que acaba por afectar a todas sus relaciones sociales.

En una de nuestras sesiones, Marta pudo comprobar la tremenda inestabilidad que vivió cuando era pequeña.

Así me lo contó con sus propias palabras: “Son todos unos mentirosos. Se mienten entre ellos y me mienten a mí. Todo es un teatro. No se cuidan y no me cuidan a mí. No son de fiar. No quiero tener que depender de alguien que no sea confiable”.

Evidentemente, si sus padres, las personas que deberían haberla cuidado, estaban tan centrados en sí mismos y en sus disputas que no eran capaces de prestarle atención a su hija, la conclusión que sacó la niña fue la de que “las personas no son de fiar”. De esta forma, como una estrategia de autoprotección, surgió el patrón del aislamiento y la desconfianza de Marta.

Quienes han vivido este tipo de infancias tan inestables, aprenden a cerrarse a los demás y no se permiten confiar en nadie. Se acostumbran a hacerlo todo por ellos mismos, sin esperar ayuda de nadie.

Cómo recuperar la confianza en los demás

En el caso de Marta, este patrón acabó por boicotear todas sus relaciones (amistad, pareja, trabajo...). Siempre en guardia, la joven no se permitía abrirse porque, inconscientemente, pensaba que, tarde o temprano, la iban a engañar o traicionar.

En este tipo de casos, uno de los objetivos principales que nos marcamos, al iniciar la terapia, es el de ayudar a la persona a aprender, desde la seguridad, la confianza y la fortaleza interior, a bajar la guardia.

Marta comprendió que, cuando era pequeña, los que la tenían que haberla protegido, sus mayores, no lo hicieron. Por eso, a pesar de las escasas herramientas emocionales de las que disponía entonces, tuvo que aprender a defenderse ella sola. La joven se había pasado la vida en guardia, esperando la traición de los demás, porque esta era la forma cómo había aprendido a defenderse de niña. La única que conocía.

Paradójicamente, aunque Marta siempre se había percibido como una persona segura, esta seguridad procedía del miedo a sentirse desprotegida y abandonada. Aún siendo ya adulta, todavía seguía interpretando todas sus relaciones bajo el prisma de su infancia.

Sin embargo, en el presente, ya era adulta, ya era capaz de defenderse adecuadamente si alguien la traicionaba o la engañaba. No necesitaba estar en guardia constantemente. Poco a poco, Marta fue abriéndose, permitiendo que los demás se le acercaran. Obviamente, tuvo algunos desengaños, pero también logró encontrar verdaderas y sinceras amistades en las que poder confiar.