Todas nuestras experiencias y emociones se producen antes que nada en el cuerpo, y el sufrimiento psíquico, en ocasiones, solo se libera a través de sensaciones físicas. Rosa Molina, profesora, máster en Neurociencias y psiquiatra en el Hospital Universitario Clínico San Carlos (Madrid) nos ayuda a reconocer el impacto de las emociones y como modularlas a través del cuerpo.
–¿Todas las enfermedades tienen un componente psíquico?
–Sí que podríamos decirlo, aunque habrá casos donde ese componente juegue un 5 o un 10% y otros donde sea prácticamente el origen fundamental de la enfermedad, como ocurre en las patologías psicosomáticas.
Pongamos ejemplos concretos: un infarto puede venir mediado porque tengas factores de riesgo cardiovasculares (tensión arterial alta, colesterol elevado, azúcar alto, obesidad...). Ahora bien, tus rasgos de personalidad y el estrés pueden precipitar ese infarto que en otras condiciones quizá no se produciría. Ese mismo estrés, además, va a influir en el pronóstico del infarto. Hay recuperaciones mejores o peores en función de la gestión emocional. Ese componente psicofísico está siempre presente.
–¿Cómo cambia el cerebro el estrés?
–Un estrés mantenido en el tiempo, elevado e intenso se ha asociado a una disminución del volumen del hipocampo a largo plazo, lo que afecta a la memoria. Nuestro cerebro es neuroplástico, en el sentido positivo y también en el negativo, es decir, que puede crear nuevas sinapsis o también perderlas.
–¿Cómo nos afecta el malestar emocional que se deriva de la relación con los demás?
–Un estudio de la psicóloga Naomi Eisenberg muestra que cuando la gente se siente excluida se activa la corteza cingulada anterior, es decir, la región cerebral involucrada en el dolor físico, y que, además, el nivel de activación es superior en quienes se sienten más rechazados. Esta investigadora pone de manifiesto que el dolor psíquico comparte redes cerebrales con el dolor físico. La predisposición a padecer este dolor se ha asociado a mutaciones génicas que nos hacen más proclives a desarrollar cuadros depresivos.
–Uno de cada siete jóvenes tiene un problema de salud mental, según datos ofrecidos por UNICEF, y 46.000 adolescentes se suicidan cada año en el mundo. ¿Qué está pasando?
–El aumento hace referencia sobre todo a cuadros ansioso-depresivos. Eso es lo que ha venido a engrosar las estadísticas. Eso y el aumento de suicidios de los jóvenes de los 12 a los 18 años. Yo creo que el confinamiento ha afectado, así como todas las situaciones de duelo de muchas familias. También puede tener relación con la inestabilidad económica.
He visto familias en las que el único ingreso que tenían era a través del padre y al morir ha sido un impacto duro en todo el núcleo familiar, sobre todo en los más jóvenes. El impacto de las muertes, de pasar más tiempo encerrados y la situación socioeconómica ha hecho que proliferen más cuadros de ansiedad y depresión.
–¿Cómo podemos ayudar a los niños a comprender sus emociones?
–Creo que por suerte hay cada vez más padres que tienen libros sobre las emociones en sus casas, como El monstruo de colores (editorial Lumen) o El emocionario (editorial Palabras Aladas).
Una forma de ayudar a los niños es tener en cuenta que no vienen con las emociones de fábrica. El bebé distingue entre placer y displacer, llora tanto si tiene hambre como si tiene sueño. Luego está contento y sonríe cuando le hacen caricias y arrumacos. Pero el resto de emociones: la vergüenza, la culpa, la ira, la rabia, la tristeza… las va aprendiendo de sus padres y lo más importante es enseñarle a saber qué emoción está sintiendo y validársela en lugar de negarla.
No se debe decir «no llores», «no le des importancia». De esta manera negamos las emociones. Lo interesante es que nos expliquen qué les ha pasado, ayudarles a intentar ponerlo en palabras.
–Frida Kahlo decía: «Traté de ahogar mis penas, pero aprendieron a nadar». No debemos tratar de sofocar las emociones, sino entenderlas para poder regularlas, pero ¿cómo podemos hacerlo y hacerlo desde el propio cuerpo?
–Una de las claves es recurrir a técnicas de relajación. Por ejemplo, algo muy sencillo es hacer respiraciones profundas. Es una forma de regular nuestra emoción y de bajar la ansiedad a través del cuerpo.
Con estas respiraciones profundas y muy pausadas enviamos una información engañosa al cerebro haciéndole ver que ya estamos en calma, para que deje de disparar la señal de alarma. Le decimos: «frena, deja de disparar noradrenalina y todos los neurotransmisores que estás produciendo porque yo ya estoy relajado».
–El ejercicio también es una ayuda, ¿verdad?
–La actividad física la veo como un buen preventivo, como un buen regulador emocional, como un ansiolítico ideal, pero para evitar que aparezca la ansiedad. Si un paciente está en plena crisis de ansiedad, no le puedes decir que se vaya a correr.
Con el ejercicio físico estamos usando al cuerpo, lo estamos llevando a sus límites y al mismo tiempo estamos haciendo que se desencadenen toda una cascada de neurotransmisores y endorfinas que nos producen relajación y bienestar. El ejercicio puede ser aeróbico, pero también son útiles el yoga y el Pilates, que trabajan mucho la conciencia corporal.
–¿La práctica habitual del mindfulness y de otras técnicas de meditación también son recursos?
–El mindfulness ayuda a conectar lo que sucede en nuestro cuerpo con lo que ocurre en nuestra mente. Y también es fundamental mantener un contacto estrecho con la naturaleza…
Se están haciendo investigaciones muy concienzudas sobre el baño de bosque y cómo el medio natural beneficia a nuestro tándem cuerpo-mente. En este sentido, recuerdo un estudio sobre cómo mejoraba el rendimiento cognitivo en las personas de una empresa que trabajaban en un despacho lleno de vegetación, en comparación con personas que desarrollaban su actividad en un estudio de cuatro paredes blancas sin más.
–Hasta qué punto enfermedades como la fibromialgia, algunas cefaleas, el síndrome de intestino irritable o la fatiga crónica reflejan emociones no expresadas?
–Aunque nunca se pueden hacer afirmaciones tajantes, porque siempre hay pacientes que se salen de los patrones, todas estas enfermedades tienen un componente emocional con un peso considerable. Pueden ser emociones contenidas, una dificultad para la expresión verbal de las emociones o conflictos psíquicos de dificultades que la persona haya tenido en el pasado y que eso juegue un papel importante en el desarrollo de estos cuadros, así como en su evolución.
–Sostenidas en el tiempo, ¿cómo influyen en la salud la tristeza y la ira, por ejemplo?
–Cuando mantenemos estas emociones intensas, aunque no lo hagamos voluntariamente, al final se producen cambios neuroplásticos. Si estoy deprimida y tiendo a darle vueltas a la cabeza a las mismas temáticas negativas, que muchas veces son distorsiones de la realidad mediadas por mi propio estado emocional (es decir, no puedo ver las cosas positivas porque estoy deprimida), esto va produciendo cambios neuroplásticos y va haciendo que mi cerebro tienda a activarse con más facilidad por ese circuito.
–¿Cómo podemos cambiar esos circuitos?
–Pasa como cuando siempre vas por el mismo camino, que te lo sabes de memoria. Con el cerebro ocurre igual: los circuitos cerebrales, si les acostumbras a estar siempre en torno al mismo pensamiento negativo va a ser más fácil que eso redunde. En cambio, si nos esforzamos por tener otro tipo de pensamientos, por tener más contacto social para activar otro tipo de relaciones que nos saquen de ese círculo vicioso, lo que vamos a crear es otras rutas cerebrales más positivas.
–¿Cómo nos afecta la rabia mantenida?
–Lo primero que me viene a la cabeza es lo que se ha llamado tradicionalmente la personalidad tipo A. La hostilidad, la respuesta de ira y cólera con conductas agresivas ha sido considerada un patrón de conducta tipo A y se ha asociado al infarto de miocardio. Pero ahora la relación hostilidad e infartos parece que tiene que ver con factores psicosociales más indirectos.
La hostilidad te lleva a un patrón de funcionamiento que puede hacer que ahuyentes a las personas, que probablemente te alimentes peor, que fumes, que bebas y que recurras a modos de autorregulación no muy saludables. Todo eso influye en tu riesgo coronario.