Para amaestrar a las pulgas, estrellas de espectáculos de sorprendente éxito en el siglo XIX de los que dicen aún queda alguno, estas se colocan debajo de una campana de cristal desde el momento en que nacen.

Así, después de chocar muchas veces contra el cristal, aprenden que, si no quieren lastimarse, solo pueden saltar a una determinada altura. Después, cuando se les saca la campana, siempre saltan a la misma distancia, la distancia en la que han sido amaestradas.

En cierta medida, las personas funcionamos de la misma forma. A todos se nos ha puesto encima una campana que nos ha limitado la visión de nuestras capacidades y de aquello que podemos hacer. Pero, en realidad, somos mucho más de lo que creemos ser.

Como la pulga amaestrada, podríamos saltar mucho más alto y realizar más saltos diferentes de los que, por condicionamiento, nos creemos capaces. Sin embargo, nos limitamos y restringimos nuestros actos. Hemos sido “amaestrados” para comportarnos de una determinada manera.

Esta campana invisible, este techo falso que limita nuestro desarrollo, está construido por las creencias de nuestro entorno familiar, cultural y escolar.

¿De dónde vienen las creencias limitantes?

Tendremos más o menos creencias limitantes según el medio familiar en el que hayamos crecido; siempre serán más abundantes si hemos sido educados en un ambiente en el cual nos hemos visto obligados a defendernos.

Y si ha propiciado el miedo y se nos ha atacado con violencia o desvalorizaciones (“eres tonto” o “no serás capaz”), nos habrá sido muy difícil desarrollar la creatividad: nuestra energía se habrá centrado más en la supervivencia que en explorar capacidades y potencialidades.

Las creencias limitantes serán menos si hemos crecido en un entorno que nos ha hecho sentirnos seguros para responder a nuevos estímulos y seguir nuestros impulsos.

Muchas de las creencias que hemos aprendido, y que fueron un modo de adaptarnos a nuestro entorno, con el tiempo limitan el potencial innato que está en nosotros.

Al igual que las pulgas son biológicamente capaces de realizar saltos diferentes aunque hayan “aprendido” a hacerlos de una sola manera, muchas veces nosotros estamos ciegos y somos incapaces de darnos cuenta de que poseemos muchas más capacidades de las que creemos. De la misma forma que la pulga no ve el cristal, en nuestro inconsciente también tenemos un cristal que nos encierra.

¿Cómo romper la campana de cristal?

Solo somos conscientes de esta barrera cuando tenemos un deseo y no nos sentimos capaces de alcanzarlo ni de realizarlo. Ante esta situación, vale la pena identificar cuáles son las creencias limitantes que nos distancian de él.

Los indicios más reveladores son afirmaciones internas del tipo “no puedo”, “no soy capaz”, “esto no me lo merezco”... Tirando de ese hilo podemos identificar qué nos condiciona.

De hecho, aunque tengamos creencias limitantes, todos somos capaces de modificarlas, siempre y cuando estemos dispuestos a llevar a cabo un nuevo aprendizaje que nos permita despojarnos de ellas.

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Existen creencias de identidad como “soy una persona débil”, “soy una mierda”, “yo no valgo”, “esto no es para mí”, en las cuales la persona se queda encerrada. También existen condicionamientos culturales que fijan comportamientos por ser de un determinado género.

Un ejemplo muy frecuente: ¿te cuesta "venderte"?

Este es el caso de María. Vino a mi consulta muy preocupada porque, aun habiendo sido directora de marketing y estar acostumbrada a vender y promocionar productos y empresas, se sentía incapaz de crear su propia imagen y darse a conocer ahora que había decidido emprender una nueva faceta como freelance para acompañar y asesorar a profesionales.

Ella tenía el conocimiento y las herramientas para hacerlo, pero no podía aplicar esos recursos hacia sí misma. Estuvimos averiguando cuáles eran sus creencias limitantes.

“¿Qué es lo que te impide promocionarte a ti misma?”, le pregunté. Fuimos viendo cuál era la principal barrera, el cristal invisible que la tenía encerrada.

Descubrimos que tenía una creencia que afirmaba que “es más importante ayudar a los demás que a uno mismo”. Valorarse era para ella propio de un ser egoísta y pretencioso. Aún más si se trataba de mostrárselo a los demás para conseguir trabajo. Cuando imaginaba la posibilidad de promocionarse y de explicar todo lo que sabía, le venía la idea: “¿Qué pensará la gente de mí?”.

Le propuse actuar como si ella fuera uno de los productos que antes había contribuido a vender. Hicimos una lista de los pasos necesarios para realizar una campaña de promoción. Lo primero era elaborar una lista de las capacidades y valores del producto, así que nos pusimos manos a la obra para enumerar las potencialidades de María.

Cuando terminamos, después de repasar todo lo que había hecho en su vida y ver qué aptitudes se necesitaban para ello, María vio una parte de sí misma que antes no había podido contemplar. Su autoimagen se amplió y pudo reconocer qué cosas podía llevar a cabo y qué cosas no, mientras antes su mirada solo tenía en cuenta lo que no sabía o no podía hacer.

Como el árbol que se tuerce a lo largo de su crecimiento por efecto del viento y después puede volver a crecer recto dando unos sabrosos frutos, María pudo aprender a funcionar de una nueva forma, más amplia y flexible respecto al concepto que tenía de sí misma. Pudo aplicar sus capacidades y conocimientos para promocionarse y consiguió construir su propia empresa y cartera de clientes, así como su imagen profesional.

Rompe con los mandatos de género

Pero en realidad, su creencia más limitante tenía que ver con un condicionamiento cultural relacionado con el hecho de ser mujer.

Las mujeres no se venden y no tienen protagonismo social. Se nos enseña que el papel principal de una mujer es atender a los demás (marido e hijos) y está restringido al ámbito privado.

A una mujer, por regla general, también le cuesta más que a un hombre asumir el rol de líder (porque entonces se diría de ella que es un mandona).

Otra de las creencias arraigadas en nuestra sociedad es que la mejor forma de actuar es competir para ser siempre el primero, ganar y dejar atrás a los demás. Es una visión del mundo muy propia del mapa del hombre occidental.

Sin embargo, como sabemos, el mapa no hace el territorio y para ampliar esta creencia, que en muchas ocasiones no solo es limitante sino también extenuante, te explicaré una historia.

Se cuenta que un antropólogo se puso a jugar con un grupo de niños africanos colocando una enorme cesta de fruta cerca de un árbol. Les dijo que quien llegara primero podría quedarse con toda la fruta como recompensa.

Ante su sorpresa, cuando dio la salida, todos los niños se cogieron de las manos y llegaron a la cesta al mismo tiempo. Se sentaron en círculo alrededor de la fruta y la disfrutaron juntos.

Cuando el antropólogo les preguntó por qué habían decidido correr así, los niños contestaron: “¿Cómo uno de nosotros podría estar feliz si todos los demás están tristes?”. Una buena pregunta, ¿no es así?