Narra Jorge Bucay en uno de sus cuentos que una vez un príncipe se encontró con un mendigo a las puertas del palacio y cuando le fue a dar limosna, el mendigo le dijo: “Hazlo solo si eres capaz, tú, hombre todopoderoso y rico, de llenar todo mi cuenco”. El príncipe aceptó el reto, pero por muchas monedas, joyas y comida que pusiera en el cuenco del mendigo, estas desaparecían. El plato siempre quedaba vacío.
El príncipe, sorprendido, le dijo finalmente: “Me rindo. ¿De dónde has sacado este cuenco mágico?”. El mendigo le explicó que después de perder su plato fue al cementerio y cortó parte del cráneo de uno de los cadáveres para utilizarlo para recoger limosna: “Este cuenco no es mágico, lo que sucede es que el cráneo conserva todavía algunas de las propiedades que tenía cuando era parte de la cabeza del hombre; y la cabeza siempre es insaciable”, le dijo.
La cabeza siempre quiere más... ¿pero qué es lo que quiere?
Nuestra sociedad está regida totalmente por la mente y el pensamiento, lo que nos lleva a una insaciabilidad constante que intentamos calmar mediante la acumulación de bienes materiales, logros y éxito, algo que, como ilustra muy bien el cuento, nunca acaba de satisfacernos completamente. Seguimos siempre deseosos de sentirnos plenos.
El psiquiatra y escritor Claudio Naranjo asegura que tenemos cuatro cerebros: uno instintivo, otro emocional, otro racional y un cuarto espiritual. A este lo hemos ido aparcando porque el cerebro mental es un predador que tiende a ocupar todo el espacio, no dejando que ninguno de los otros tres tenga demasiado lugar.
En nuestra cultura, como explicaba Nietzsche, “Dios ha muerto“. La espiritualidad se ha asociado a una cierta represión moral que en el mundo occidental nos parece anticuada a causa el dogmatismo judeocristiano que hemos padecido.
La acumulación de bienes, los logros y los éxitos no consiguen satisfacernos completamente: sentirse pleno no tiene nada que ver con lo material.
Creemos que la religión se convierte en una limitación a nuestra libertad, ya que el adoctrinamiento que hemos vivido ha estado más fundamentado en el control social, la represión y los aspectos materiales de este mundo que en la transmisión de amor y sabiduría, y en el hecho de atender la llamada de lo trascendente.
Sin embargo, también es cierto que actualmente estamos buscando nuevas fórmulas para cubrir esta necesidad de sentirnos plenos a través de distintos caminos: el cerebro espiritual del que habla Claudio Naranjo nos lo reclama. O como afirma el escritor Ramón Andrés: “La innata y constante tendencia del ser humano a contactar con lo trascendente nos salva de los estragos de la mente racional e individualista, que por sí sola nos conduciría la aniquilación”.
¿A qué llamamos espiritualidad?
La mayoría de las religiones y tradiciones de sabiduría hablan de una conexión, posible y deseable, con el Todo que nos llena y da sentido a nuestra vida. Es decir, percibir aquella dimensión nuestra que nos trasciende y que es más grande que nuestra individualidad. Se habla también de una totalidad de la que todos formamos parte, con lo que dejamos de sentirnos solos.
Ese Todo recibe diferentes nombres en función de la religión o la tradición desde la que se le nombre: Dios, Tao, lo Esencial, la Madre Naturaleza... En contraposición a esta dimensión espiritual, nos hallamos mucho más a menudo bajo la influencia del ego, es decir, de la mente racional que nos absorbe.
Y nos conviene recordar a menudo que somos mucho más que aquello con lo que a nuestro ego le gusta identificarnos. Por ejemplo, tendemos a identificarnos con nuestro nombre, profesión o sexo cuando estos solo constituyen aspectos parciales y limitadores de lo que realmente somos. Nos resulta difícil encontrar una manera de superarlos o de trascenderlos, sentir que somos también eso más grande, aunque no haya sido así a lo largo de la historia de la humanidad. De hecho, el predominio de la mente racional es algo relativamente reciente, a pesar de que abarque toda la historia documentada.
¿Cómo vivir la espiritualidad actualmente?
Pensando en cómo podemos vivir hoy en la espiritualidad, nos encontramos con muchas opciones... que debemos analizar con cuidado. Si bien es cierto que no existe la propuesta única, también lo es que no todo sirve. Ahí reside la dificultad. Conviene eliminar y descartar las promesas de “iluminación exprés”, aquellas que nos prometen que el camino para la conexión no requiere implicación y podrá adquirirse como si de un bien de consumo se tratara; también aquí ha llegado el fenómeno de las modas y los intereses económicos.
No se trata de crear otro ego, esta vez espiritual, o que esto nos sirva para alimentarlo más.
De hecho, Occidente sufre una avalancha de propuestas, procedentes la mayoría del mundo oriental, más fundamentadas en aspectos superficiales y estéticos que en lo esencial.
Un camino personal y único
El acceso a la espiritualidad debería cumplir unos mínimos requisitos:
- Plantearlo como un proceso. Una “conexión” súbita no es imposible, pero sí muy improbable. Curiosamente, cuando sucede, lo hace de forma imprevisible y puede afectar a personas que no tenían esa expectativa ni se hallaban en ningún camino de búsqueda.
- Abrirse a la sabiduría de los demás. La mayoría de las tradiciones recogen cómo podemos acceder a la espiritualidad gracias al puente que nos ayuda a construir otra persona que ha vivido antes esa conexión que buscamos y que está genuinamente interesada en facilitar a los demás.
- Querer aprender. Es imprescindible tener una actitud de aprendiz, reconocer nuestra ignorancia y acercarnos a la espiritualidad con humildad, por mucho que nuestro ego nos boicotee y nos repita que ya sabemos mucho.
- Encontrar tu propio camino. Se trata de adquirir una conciencia plena ante cualquier cosa en la que estamos ocupados o inmersos. La espiritualidad, con sus distintos nombres, fenómenos o deidades, se halla en todas partes, de ahí que el modo de acceder a ella haya de ser el más adecuado a cada persona.
Además, conviene eliminar lo que creemos que ya sabemos para así poder abrirnos a una nueva manera de sentir y percibir, tanto a nosotros como al mundo. Lo explica muy bien este cuento zen:
Un hombre rico consigue ser admitido como discípulo de un maestro. En su primer encuentro, el maestro le sirve un té dejando que el líquido desborde ampliamente la taza. El invitado se lo señala y entonces el maestro le dice: “Antes de que pueda entrar nada nuevo en ti, tienes que aprender a vaciarte”.
Nacemos con una esencia, en la infancia nos construimos un ego para poder vivir y estamos toda una vida para deconstruir lo construido y volver a la esencia, pero esta vez con conciencia.
La meditación, el yoga, el ayuno o el cuidado alimenticio, el arte, la contemplación, el contacto con la naturaleza, la oración, el altruismo... Todos estos caminos nos pueden abrir a aquello que nos trasciende, que no vemos, pero necesitamos sentir.