Los seres humanos tenemos en los árboles a nuestros compañeros vitales más longevos, que a lo largo de toda nuestra andadura sobre la Tierra nos han brindado refugio, sombra, calor y alimento.

Existen diferentes modalidades de compenetración con los árboles. Hay quien se sienta apoyando la espalda recta en la base del tronco; hay quien reclina sus pies en él estirándose a su sombra; hay quien abraza el tronco para guardar el máximo contacto y poder intuir incluso la pulsación de la savia interna del árbol, como si también él tuviera corazón. El abrazo puede prolongarse todo lo que apetezca.

Una forma sencilla de acceder a la energía latente de un árbol es simplemente abrazarlo como se abraza a un buen amigo. Para ello hay que aparcar antes las tensiones y prejuicios, y prepararse con una sesión breve de relajación.

Cada árbol es diferente al tacto y, simplemente al tocar su corteza viva con la palma de la mano, se pueden experimentar sensaciones muy distintas en función de la especie.

Proponemos detenernos un minuto a apreciar las particularidades de los más frecuentes en los bosques de la Península Ibérica.

Roble: el padre

Por encima de los bosques de hoja perenne nos adentramos en el reino de un árbol majestuoso: el roble.

Los robles, en sus diferentes especies, forman bosques abiertos, asociados a veces a pinos silvestres y laricios, con un sotobosque más o menos espeso, que acoge arbustos como el boj, el guillomo, el mostajo y el aligustre.

En otoño sus hojas lobuladas adquieren una tonalidad amarillenta u ocre, y en algunas especies estas hojas, ya secas, permanecen obstinadas en el árbol en pleno invierno, un fenómeno conocido como marescencia.

Vale la pena detenerse para admirar en silencio la grandeza de este árbol; su tronco sinuoso, a menudo revestido de musgo; su copa amplia e irregular; su follaje denso o esas concrescencias esféricas o espinosas –las agallasprovocadas por bacterias, hongos o insectos.

El roble ha sido un árbol sagrado en culturas como la celta. Griegos y romanos lo consagraron a Zeus y Júpiter respectivamente, y siempre se ha vinculado a un poder que alienta la prosperidad. Como centro de la actividad social, en torno a ellos se han celebrado fiestas y asambleas, y se han tomado decisiones políticas.

El roble se considera un árbol protector, que favorece la convivencia y el entendimiento entre las personas.

Sus bellotas, muy nutritivas aunque amargas, se han consumido crudas y tostadas.

Las agallas y la corteza se destinan a curar hemorragias gástricas, hemorragias superficiales, hemorroides, quemaduras, eccemas e infecciones urinarias.

Avellano: el prudente

Siguiendo nuestro ascenso, atravesamos un tramo de prados cuajados de helechos, rosales silvestres y brezos, por encima del robledal, y no muy lejos de donde discurre quizás un sombreado arroyo, damos con un seto tupido de álamos temblones y avellanos, disfrazados también ambos con sus mejores galas de otoño, en colores dorados y amarillos, que relucen al sol.

El avellano es un árbol de porte modesto, que crece en los márgenes de bosques húmedos, riberas y prados.

Se le relaciona simbólicamente con la prudencia y la sabiduría femeninas, con el esfuerzo abnegado de quien ha estado a cargo de la cosecha y de la nutrición de la comunidad. Con las ramas de estos árboles componían las brujas y chamanes sus varitas y también los zahoríes las suyas para detectar los cursos de agua subterráneos. Se cuenta que los normandos las usaban para golpear a las vacas, convencidos de que así darían más leche.

Lo cierto es que el avellano nos regala sus nutritivos frutos desde el final del verano, y sus hojas pilosas se emplean en fitoterapia por su valor astringente, venotónico y hemostático, como ayuda natural contra las varices, hemorroides, hemorragias y diarreas estacionales.

Castaño: el generoso

El espectáculo cromático se acrecienta al franquear un collado, acaso en un afloramiento de rocas graníticas, donde otro árbol majestuoso, el castaño, coloniza un terreno que el hombre le ha cedido desde hace mucho tiempo.

Sus grandes hojas lanceoladas tapizan el suelo húmedo, por el que rastrean el zorzal y el mirlo en pos de lombrices y caracoles. Sus bellas hojas son recolectadas por los herbolarios, conocedores de sus virtudes expectorantes, febrífugas y antitusígenas, para componer remedios contra la tos irritativa, la congestión pulmonar y la fiebre, pero también por sus propiedades astringentes y antidiarreicas.

El castaño encarna la generosidad por la vistosa prodigalidad de sus frutos, y se dice que un conocimiento oculto que cabe desentrañar con esmero, como se extraen las castañas de su armadura de espinas. Pero acaso es la castaña, deliciosa y nutritiva, el mejor regalo que nos brinda este bosque en otoño, para perpetuar una tradición que se celebra cada primero de noviembre.

Abedul: el flexible

En laderas afectadas de desmontes o aludes, en claros donde el bosque original ha cedido terreno, sobre suelos pobres y ácidos, prospera un árbol resistente y delicado al mismo tiempo: el bellísimo abedul.

Destaca por la coloración blanco-plateada de su corteza y su ramaje colgante, y ahora en otoño luce también una brillante coloración dorada, que se agita con cada soplo de aire.

El follaje oscilante de los abedules en otoño ha sido motivo de gran fascinación y se ha dicho que invita de una manera especial a la meditación y la reflexión pausada.

El abedul era utilizado por los chamanes centroeuropeos como árbol central, que simbolizaba el eje del mundo, a través del cual descendía la luz celeste a la Tierra, permitiendo a su vez al alma humana ascender, y se decía que trepando por su tronco era factible alcanzar la perfección espiritual.

Sus hojas constituyen un recurso óptimo para combatir las infecciones urinarias, los procesos reumáticos, la hipertensión arterial y la retención de líquidos, y en los países nórdicos y Canadá está muy enraizado el uso de la savia de abedul como remedio para eliminar toxinas y depurarse. Su madera, flexible pero muy resistente, se ha empleado para fabricar esquís.

Fresno: el venerable

En las montañas del norte y en los Pirineos, un árbol altivo y señorial arraiga junto a los prados y las landas de enebros y brezo, o anticipando los más húmedos bosques de hayas, sobre suelos fértiles y profundos. Es el fresno de Vizcaya, que más al sur es sustituido por el fresno de hoja pequeña, propio de riberas fluviales mediterráneas.

Árbol imponente, de más de 30 metros de alto, con la copa alargada y abierta y las hojas compuestas, en otoño apenas si se tiñen estas tímidamente de un verde amarillento antes de caer.

Es un buen lugar, aquí junto a la orla de fresnos y olmos, para tomar aire y contemplar desde lo alto la diferente gama de tonalidades otoñales que hemos ido dejando atrás.

Según la mitología escandinava, el fresno sagrado, conocido como Yggdrassil, es motivo de veneración al haber presidido con su presencia el origen del mundo. Consagrado a la deidad de Odín, el fresno contiene todas las fuerzas del universo y dirige sus ramas abiertas a la luz, que absorbe con fuerza y transmite pausadamente a la tierra a través de su follaje. Por ese atributo, se le asigna la función de canal de energía entre la tierra y el firmamento.

Las hojas del fresno, ricas en flavonoides y polifenoles, ayudan a eliminar líquido y se destinan a tratar las afecciones urinarias, el reuma, la gota, los edemas y los problemas de circulación sanguínea.

El follaje se ha dado de alimento a los animales de carga, sobre todo durante el invierno, y en el norte de Europa con las hojas se preparaba un licor alcohólico fuerte que recordaba ligeramente a la sidra. La madera se ha empleado en ebanistería y carpintería para contrachapados y la fabricación de escaleras de mano, herramientas y muebles.

Haya: la fecunda

En las laderas umbrías, reteniendo la humedad vaporosa que llega del norte, hace su aparición el árbol que tal vez nos obsequia con la más bella e iridiscente coloración otoñal: el haya. Forma bosques en asociación a veces con pinos silvestres, abedules o incluso abetos.

Las copas absorben tanta luz que impiden crecer a las plantas del sotobosque. Por eso es común pasear sin dificultades por los hayedos, hollando a cada paso un tupido y húmedo manto de hojarasca, por el que de vez en cuando puede emerger una seta sorprendente.

Es el hayedo la morada de martas, urogallos, pájaros carpinteros, lirones e incluso de los muy escasos osos pardos, y un espacio exquisito donde cualquier persona puede llegar a experimentar una profunda sensación de compenetración con la naturaleza y un impulso inefable de hermandad.

Con sus troncos gris ceniza, su ramaje horizontal característico y su espectacular coloración otoñal, el haya ha representado la fecundidad, la fuerza de la madre Tierra, el duende paciente que retiene las nieblas y el viento y mantiene el flujo de agua en los manantiales.

Sus frutos, los hayucos, que ahora menudean aquí y allá, son consumidos por lirones y ardillas, y el aceite que se obtiene de ellos por presión en frío se ha usado para el alumbrado, pero también para guisar.

El haya se emplea en medicina como astringente, antiséptico y antidiarreico, en procesos gripales y en diarreas estacionales.

Arce y serbal: los encendidos

Estos árboles aportan al espectáculo otoñal la osadía de sus tonos rojos o anaranjados brillantes, emergiendo entre el robledal o el hayedo, o incluso formando pequeñas manchas boscosas a la vera de peñascos y farallones.

El serbal de los cazadores, una rosácea emparentada con mostajos y endrinos, es un arbolito de porte modesto y hojas compuestas, que se encienden de rojo en otoño. Crece al margen de bosques y prados de montaña y resiste bien el frío y las heladas.

El serbal evoca la frugalidad de quien afronta las dificultades del entorno sin recurrir al amparo del grupo. Es por tanto símbolo al tiempo de modestia y osadía.

También los arces resisten bien los extremos climáticos y acompañan al serbal en su condición de árboles meritorios. La savia del arce, en especial de las especies norteamericanas, se toma en terapias desintoxicantes o como complemento a curas de ayuno.

Libros para saber sobre nuestros bosques

  • La magia de los árboles; Ignacio Abella, Ed. RBA-Integral
  • El árbol; Bernard Fischesser, Ed. Tutor
  • Los bosques ibéricos, una interpretación geobotánica; Emilio Blanco et al., Ed. Planeta

¿Por qué caen las hojas? El origen de los colores

En invierno, los árboles que no pueden disponer de la suficiente intensidad de luz como para asegurar el proceso de la fotosíntesis deberán nutrirse con lo que han ido acumulando hasta entonces.

Las hojas dejan de beneficiarse de la clorofila, que las mantenía verdes, y va apareciendo otra gama de colores que arranca nuestra admiración.

  • Son los amarillos y los anaranjados, que proceden de compuestos presentes en las hojas como carotenos o xantinas y que también habían ejercido un papel, aunque más modesto, en la fotosíntesis.
  • O bien esos rojos rabiosos de arces y serbales, que revelan la presencia de antocianinas, moléculas con un alto valor antioxidante y que en este caso se generan a partir de sus flavonoides incoloros una vez que se degrada la clorofila.
  • O los pardos ocráceos de muchos robles, que anuncian su portentoso contenido en taninos. Estos pigmentos protegen las hojas de las radiaciones del sol y reducen el punto de congelación, permitiendo en muchos casos que permanezcan más tiempo en el árbol sin caerse.

De hecho, las hojas de los árboles caducifolios se preparan para el otoño desde que nacen en primavera. En su base se encuentra una capa de células que crecerán en otoño. Antes, en verano, unos conductos que pasan a través de esta capa de células han servido de vasos comunicantes entre las hojas y el resto del árbol para trasladar agua y alimento.

Al disminuir las horas de luz, la capa se endurece y deja de traspasar agua entre las hojas y el árbol. La glucosa y otros elementos orgánicos quedan atrapados en las hojas y, sin el suministro de agua, la clorofila empieza a desaparecer.

Al cortarse la comunicación, las células se van descomponiendo hasta quedar de la capa unos hilillos, que cualquier golpe de aire puede romper. Entonces la hoja viaja hacia el suelo del bosque, donde se entrega a un proceso de transformación que renueva la vida.