En nuestra primera infancia todo nuestro ser era pura emoción, todo corazón. La niñez es un periodo de nuestras vidas en el que vivimos, sentimos y nos expresamos de forma espontánea, libre y sin preocupaciones.

Sin embargo, esta época de plenitud emocional resulta demasiado breve. Muchos adultos, cargados de raciocinio, olvidan darle protagonismo a la parte emocional.

Por qué en la edad adulta dejamos de ser espontáneos

A medida que vamos creciendo, las presiones externas a las que nos vemos expuestos, nos fuerzan a perder nuestra autenticidad y a mostrarnos mucho más precavidos, controladores y racionales que al principio de nuestra vida.

Las exigencias de la familia, de la escuela, los chantajes, las amenazas y los castigos, nos conminan a adaptarnos a los demás, para cumplir sus expectativas, para ser aceptados o, simplemente, para que no se enfaden con nosotros.

Este cúmulo de tensión impuesta desde el exterior, nos acaba obligando a reprimir esta parte de nuestra personalidad tan espontánea y emocional, para potenciar más un yo controlador y racional.

Durante estos años en el que somos pequeños y no podemos valernos por nosotros mismos, adaptarse y controlar a los demás, conlleva un enorme beneficio, dado que nos ayuda, cuando algo nos disgusta, a minimizar los daños o los castigos que podríamos sufrir si expresáramos nuestras emociones y protestáramos de forma espontánea.

El potenciar esta parte controladora de nuestra personalidad nos protege y nos ayuda a sobrevivir a la infancia.

También, más adelante, nos sirve para triunfar en los estudios y para lograr un buen puesto de trabajo. En una sociedad que valora lo racional y lo analítico por encima de lo emocional, gracias a esta actitud controladora, conseguimos prosperar. Sin embargo, a la larga, el precio a pagar es demasiado alto.

Cuanto más control le damos al análisis, al raciocinio, menos espacio le dejamos a la emoción o la intuición.

De esta forma, potenciamos una única parte de nuestro yo y le ofrecemos poder sobre las otras, por lo que el resto de yoes, de fracciones de nuestra personalidad, se quedan sin espacio para expresarse, sin lugar para poder opinar. Si llevamos este exceso de control al extremo, nos encontraremos con problemas como obsesiones, estrés o ansiedad.

Consecuencias de que la cabeza mande sobre el corazón

Un ejemplo paradigmático de esta dicotomía entre cabeza y corazón, lo podemos hallar en una sesión que tuve en mi consulta con Beatriz, una chica que se vio forzada a madurar antes de tiempo para cuidar a su hermano enfermo y a unos padres inmaduros que apenas se ocupaban de ellos.

Desde muy temprana edad, la pequeña tuvo que responsabilizarse de tareas de los mayores y, por lo tanto, no pudo permitirse ser niña ni disfrutar de esta época de su vida.

Ya de adulta, Beatriz era una mujer muy resolutiva, capaz de solucionar todas las eventualidades de su familia, pero tan controladora que, cuando acudió a mi consulta, ya había sufrido varias crisis de ansiedad por no saber relajar la tensión que le provocaba la necesidad de “tener atados todos los cabos sueltos”.

En una de sus sesiones de relajación guiada, Beatriz tuvo una forma muy original de representar el proceso que había vivido en su infancia, dándole más poder a su cabeza que a su corazón.

Imaginó a su parte emocional como una pequeña Beatriz de, aproximadamente, 6 años, en la cama de un hospital, débil y demacrada. Tenía tan poca energía que apenas podía moverse.

A su lado, en el sillón que había para las visitas, vio a otra niña exactamente igual a la que se encontraba en la cama, pero esta tenía mucho mejor aspecto, iba bien vestida y tenía una expresión decidida en su rostro.

La segunda niña representaba su parte racional y se encontraba ejerciendo su papel, vigilando y cuidando a la que estaba en la cama.

Cuando la niña que estaba en la cama, la emocional, realizaba algún intento de moverse e incorporarse, la niña racional se lo impedía y volvía a acostarla en la cama. El diálogo que mantenían no puede ser más significativo:

Racional: Sigue acostada. No te molestes. Yo me encargo de todo.
Emocional: Pero quiero moverme, quiero opinar.
Racional: Mejor quédate ahí. Piensa que hemos sobrevivido gracias a mí.
Emocional: Puede ser, pero mira cómo me has dejado.

Lograr un equilibrio entre la razón y la emoción

Como vemos, la parte racional fue la que ayudó a Beatriz a adaptarse a la problemática situación familiar que vivió en su casa, pero, lo logró a costa de reprimir y anular su mundo emocional. Potenciar una parte, siempre deja apartada a la otra.

El objetivo de la terapia fue integrar las dos partes, potenciar la comprensión y la comunicación entre ambas para que trabajasen en equipo.

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Puede que, en el pasado, para sobrevivir, puesto que ninguno de los adultos lo tomaba, Beatriz tuviera que tener el control de cada situación, pero ya de adulta, gracias a su trabajo terapéutico, Beatriz pudo comprender cómo las consecuencias a largo plazo de este exceso de responsabilidad habían sido tremendamente dañinas para ella.

Ninguna de las dos partes debe dominar sobre la otra. La salud mental depende de que haya un equilibrio y un diálogo fluido entre nuestra razón y nuestra emoción.